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Javier Mariscal 

Fue en el tiempo de mi convalecencia que pude verlo claramente. No había sido un accidente; fue un designio, el pretexto doloroso de ese tiempo de iluminación.
Larga fue la caída hacia el asfalto, el desvanecimiento, las preguntas que no pude contestar cuando me llevaban al hospital. Estando allí, entreví por fin el modo de prolongar una vista, resolver una caución, interponer un hábeas corpus en los casos que llevaba con cierta desidia. Ese golpe me había despertado del todo. Una vez que volví a la arena, me descubrí locuaz y grandilocuente, enhebrando alegatos épicos, conjugando el verbo deponer en todos los tiempos posibles; luego, paulatina, la torpeza habitual que solía repudiar en mí volvió a entorpecer mi éxito.
No lo pensé mucho. Volví al lugar del accidente. Esperé a que pasara otro auto y me lancé enfrente.
Mientras caía, tuve tiempo, antes del desmayo, de volver a sentirme victorioso.

 

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