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Marta Trutxuelo García 

Aquella última jornada parecía no tener fin. Las palabras aparecían en la pantalla antes que en mi mente. ¿Antes? ¿Cómo era posible? Mi atónita mirada se columpió desde mis manos paralizadas por el estupor hasta el teclado del ordenador, que bailaba claqué con descarada autonomía. Parpadeé… sería cosa de mi cabeza… sí… el síntoma inequívoco de que la necesidad de vacaciones había alcanzado el nivel de urgencia extrema. “La donación íntegra del beneficio anual neto del bufete al asociado Luis Leiva se aprueba por unanimidad, sin apenas debatir”, leí en el documento escupido por la impresora, accionada también, por voluntad propia. Antes de sellar el documento se lo enseñé al socio fundador, que me admitió, entre las risas de mis compañeros: “Luis, es verdad, vamos a nombrarte asociado, pero creo que alguien te ha gastado una broma… eres tú el que aportará un capital… ¡pero de eso hablaremos en septiembre!”

 

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