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José María Izarra Cantero 

Sesenta años de abogar por la inocencia de sus defendidos, los mismos que hacía que cohabitaba con la mujer con la que nunca se había desposado. Ella no creía en el matrimonio y de ninguna manera esperaba que su amor durase para siempre.
Memoraba lo cual mientras escrutaba un albarán abandonado por la empresa de reformas. Había tenido que ensanchar los vanos de las puertas y sustituir la bañera por un plato de ducha, porque su compañera, enferma de Alzheimer, hacía ya meses que se había visto postrada en una silla de ruedas.
Ya no hablaban el mismo idioma; de hecho, ella había dejado de hablar y de entender. Aprovechando tal vicisitud, se había decidido a poner un anillo de compromiso ―precisamente el San Raimundo de Peñafort que lo observaba desde el cuadro de la pared no le iba a censurar el gesto― en el dedo correspondiente de la anciana.

 

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