Imagen de perfilEL ACUERDO

LOURDES ASO TORRALBA 

Cada mañana me encontraba al abogado, silbato en boca, pregonando con un sonoro y estridente pitido que igual servía para revolver los trámites de una herencia que ayudaba en un proceso de divorcio civilizado. Los viandantes le esquivaban, quizá para evitar que les sacaran los cuartos con cualquier litigio si no estaban espabilados. A mí no sé por qué me atraía el aplomo con el que argumentaba ante el guardia local que la expulsión de la plaza pública era ilícita pues no había alterado el orden. Aunque mi caso sonaba demasiado radical, y él en toda su carrera no se habría enfrentado a un loco con deseo de apelar por una muerte digna, me apretó la mano para sellar el acuerdo. Desde ese instante, no supe regresar a casa y no sé por qué llevo esta extraña toga parecida a un sudario.

 

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