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David Villar Cembellín 

Me hago gigante en casa. De puertas para adentro torno un titán, un coloso, una criatura de hombros descomunales. Siempre existe algo, además, para mi enfado. Cruzo el umbral y comienza el baile de descalificaciones. Que si la sopa está fría, que si la alfombra está sucia, que a mí qué narices me importa que sea hoy nuestro aniversario. Mi voz estentórea rebota en las paredes y no pocas veces veo necesario levantar la mano. Así de grande soy.
Hoy, sin embargo, me siento distinto. Los alógenos de los juzgados emiten una luz que me empequeñece. De manera inquietante me hacen saber que, por lo visto, insultos y amenazas son formas de delinquir. La parte fiscal logró cotejar el informe pericial de malos tratos y encojo varios centímetros cuando me enseñan fotografías de un ojo amoratado. Ahí disminuyo sobre el banquillo, desaparezco, me vuelvo diminuto. Un gnomo menguante. Un liliputiense.

 

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