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Patricia Roxana González Rodríguez 

El día de la sentencia, doña Amparo decidió sentarse en la última fila de la sala. Sostenía entre sus manos ajadas un tejido para ayudarse a sobrellevar las lecturas tediosas del tribunal que estaba a un paso de decidir el destino de su nieto. Indudablemente eran falsas esas acusaciones repugnantes y se demostraría que su muchacho, aquel a quien casi había criado, era inocente. Las agujas se movían mecánicamente, conocía de memoria el orden: punto derecho, otro revés, lazada. No existía riesgo a equivocarse, lo cual facilitaba la concentración en el veredicto. Punto derecho, punto revés y fluían los recuerdos que más deseaba preservar: los cuentos antes de dormir, las tareas escolares, el chocolate a la tarde. Otra lazada y el niño angelical tornaba en un adolescente desafiante, con un arma apenas visible en la cintura. Punto revés y la tricota quedó terminada.

 

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