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Aman L. Lordén 

Aquel caso, caído del cielo, parecía perfecto para hacer sostenible la precaria situación de mi bufete. El cliente, diagnosticado de cáncer hacía unos meses, pretendía querellarse contra el planeta, la humanidad y la distribuidora de aguas. Achacaba la acumulación de arsénico en su organismo a la continua ingesta del agua canalizada, presuntamente insalubre, según los análisis. Como sus debilitados pulmones amenazaban con dejarle sin respirar antes de conseguir justicia, le aconsejé enfocarnos en demandar por daños y perjuicios a la empresa.
Aún así, antes de pactar un jugoso acuerdo con la compañía demandada, mi cliente falleció. No obstante, perseveré hasta conseguirlo, ocupándome de sus asuntos con tanto celo que acabé casado con su viuda.
Ahora, mi vida transcurre en un clima de gran prosperidad, pero a veces se me remueve un antiguo residuo de sospecha cuando ella, solícita, deposita en mi mesilla de noche un vaso con agua.

 

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