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María Gil Sierra 

Siempre tuve la seguridad de que el amor necesita raíces para desarrollarse. Hasta que vi a Marisa. Fue en la clase inaugural de nuestro primer año de Derecho. Su mirada diáfana revolvió mi corazón y corrí a sentarme junto a ella. Después de tres lustros, formamos una familia feliz. Además de luchar en el bufete por la diversidad sexual, compartimos cuatro hijos maravillosos. Y eso ayuda a fortalecer nuestra relación, aunque ella prefiera salir de compras con las chicas, mientras yo disfruto más echando un partido con los dos pequeños en el parque. El equilibrio perfecto. Por eso tengo miedo. No quiero destrozar algo tan mágico. Pero es urgente que asuma mi responsabilidad y que hable con los niños sobre lo que me ocurre. No sé cómo reaccionarán cuando se enteren de que van a dejar de tener dos mamás. Marisa, para animarme, ya ha empezado a nombrarme en masculino.

 

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