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Miriam Jiménez · La Rioja 

A punto de jubilarme y ceder el testigo como abogada de la familia a mi nieta Iria, no puedo evitar recordar el primer asunto al que tuve que hacer frente recién colegiada. Aceptarlo supuso un giro radical en la carrera hacia la meta que meses antes me había marcado al terminar la Universidad y además, tocaba apelar a la responsabilidad común y a la empatía de mis vecinos, cuestión difícil en 1960, para evitar un sonoro revuelo que causara mi expulsión del pueblo por haber puesto voz a una realidad silenciada. Iria, ansiosa, me pregunta si no tuve miedo. Creo que la mejor respuesta la he tenido durante años despertándome con esa dulce cara en mi recuerdo, y es que difícilmente se olvida el agradecimiento de aquella niña por haber puesto fin a su calvario paterno. Así fue como una inocente abogada pasó de idear dormida a ser feliz despierta.

 

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