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Belén Sáenz Montero 

Mi padre siempre se mostró más favorable a invertir en vigas para edificios que en la formación de sus propios hijos. Le apasionaba la naturaleza sólida y a la vez maleable del acero; la ausencia de alma y de voluntad. Las fórmulas y los procesos no requerían adaptación al nuevo rumbo que imponía el crecimiento de nuestros cuerpos. Tampoco besos ni abrazos. Para él, cualquier tiempo dedicado a los libros era antónimo de producción y de industria. Pero sucedió que una desafortunada explosión derribó los muros de su fábrica, doblegando los pilares y la ferralla, atrapándole entre hierros oxidados. Y fuimos mis hermanos y yo quienes acudimos en su ayuda. Juan, el ingeniero que diseñó su rescate; Ángel, el médico que alivió sus dolores; y yo, la abogada que defendió su reclamación al seguro.

 

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3 comentarios

  • Siempre se ha dicho que se recoge lo que se siembra. Este empresario y constructor, que no valoró como debía lo que tenía en casa, recibió, sin embargo, una lección que, aunque no la mereciese, nunca olvidará. Desde esa explosión habrá un antes y un después en su vida. Ha aprendido que hay alguien con quien puede contar y que ha dejado en el mundo un gran legado.
    Un abrazo y suerte, Belén

     
  • Nunca imaginó que una explosión haría que se derrumbase sobre él su fábrica. Y tampoco que sus tres hijos, ingeniero, médico y abogado, acudirían a rescatarle. El tiempo que sus hijos dedicaron a los libros no fue un tiempo perdido.
    Amargas son las raíces del estudio, pero los frutos son dulces.
    Un abrazo, Belén.