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José Manuel Pérez Pardo de Vera 

Detuvo su montura. Sus huesos necesitaban descanso, tras el meneo de la veloz cabalgada. La ciudad yacía a sus pies. Desde aquel alto se veían nítidamente las columnas de humo. Cadáveres incinerados. Una imagen habitual desde la llegada de la devastadora pandemia a través de la pradera danubiana. Eran tiempos apocalípticos. Pensó en su insólito encargo y en si lo podría solventar con…vida.

Mientras, dentro del recinto amurallado, el reo asía con fuerza los barrotes de prisión. El mundo estaba loco. Los siervos huyen de los campos, se resquebraja el vasallaje, la Corona languidece, luchas intestinas señoriales, los Papas en Aviñón… Sólo podía encomendar su caso a un discípulo del santo bretón. Nadie actuaría con mayor probidad, honradez y entrega. Valores –diríamos hoy– inscritos en el ADN de ese incipiente colectivo de juristas.

Se abrió la puerta de la celda.

– Majestad, el abogado de pobres está aquí.

 

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