Abogada de oficio

Javier Serra Vallespir 

Una cantina. “Aquel tipo no paraba de llorar”, rezongó la abogada sesentona. “Desahucio y denuncias por impago acumuladas. No obstante, conseguí que evitara la cárcel”. Hizo una pausa. Tomó un trago. Carraspeó. “Me seguía por los pasillos del juzgado como si fuera mamá pato. Adscribirse al turno de oficio tiene estas cosas. Pero es un compromiso moral plenamente asumido, me recordé, más firme que las doctrinas de los juristas”. Sonrió amargamente. Cabeceó. Extraña resignación en ella. Prosiguió: “Debemos despedirnos, le dije al salir. Pero continuaba llorando desconsolado. Escucha, valen más tus lágrimas de agradecimiento que los ridículos 200 euros que cobraré por mi trabajo. Vete tranquilo, concluí satisfecha. Me fulminó con su mirada. ¿Agradecimiento?, preguntó incrédulo. ¡No tengo dónde ir! ¡Lloro porque prefería la cárcel, Doña ri-dí-cu-los 200 euros! Y desapareció”. La abogada apuró su tercer Chivas. “Creo que me dedicaré a dar conferencias en congresos”, sentenció. El camarero asintió.

 

 

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