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Ricardo Cantalapiedra Ortega 

Llegó la carta de un juzgado. La leí. No entendí gran cosa. Mi única experiencia jurídica había sido con un legado testamentario años atrás. Como un animal perseguido, a la carrera, me puse a buscar abogados en internet. Elegí a una señora, que vivía cerca de mí. Me imaginaba ya con todo embargado. Empezar de nuevo en un lugar lejano, para evitar la burla de mis vecinos. Llegué al despacho con mi carta; ni siquiera pedí cita. Me dijeron que no era lo habitual, pero aún así me iban a atender. Por fin entré en el despacho de mi abogada y le mostré la carta. Me presenté y leyó el documento. De una forma dulce me comentó la situación. La carta era para otra persona y la habían metido en mi buzón por error. Yo no había leído bien el nombre. Menuda escena.

 

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3 comentarios

  • Recibir un documento oficial impone, pensamos por ejemplo en una multa de tráfico, pero si viene de un juzgado, es hasta cierto punto lógico sentir un escalofrío. Tu personaje se dejó llevar por ese miedo inicial y hasta comprensible, tanto, que ni siquiera comprobó que la carta no iba dirigida a él, sin pararse a pensar en la posibilidad de que el error humano existe. Lo que no sabemos, queda a criterio de cada uno, es si esos temores tenían un fundamento previo, si daba por hecho que algo así tendría que suceder un día u otro, con motivo de alguna actividad de la que no debía de estar orgulloso.
    La historia de un sencillo equívoco, aunque angustioso para el protagonista, que casi recuerda al de «El proceso» de Kafka.
    Un saludo y suerte, Ricardo