LA INQUILINA

Pablo Vázquez Pérez · Majadahonda (Madrid) 

Faltaban cinco minutos para las nueve, una hora extraña en la que recibir visitas. El timbre sonó de nuevo pero Irene ya no contaba el número de veces que había soportado ese sonido agudo y penetrante como su resaca, después de apurar una botella de chinchón la noche anterior. Trataba de recordar su situación desde el principio, cuando acudieron en su socorro los trabajadores sociales, o los asistentes, como ella los llamaba. Durante algunos meses la acompañaron para solicitar ayudas económicas y poder pagar así el alquiler. Todo marchaba bien hasta que la aconsejaron ingresar en una residencia para seguir percibiendo el dinero. Y pasó un año desde entonces. El timbre atronaba otra vez. Irene pensaba en el juramento de no abandonar jamás la casa, que le hizo a su difunto marido. Era la hora fijada para el lanzamiento y los agentes derribaban la puerta.

 

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