Desconocida

Pilar Gil Guijarro · Madrid 

La resaca arrojó a la orilla los restos de una dama ya desfigurada por las aguas. En el faro se decía que nadie pidió socorro durante las últimas madrugadas. Al principio, en una aldea tan pequeña, sin alcalde, sin cuartel y sin parroquia, se acudió al abogado del pueblo. Un caballerete sin suerte, a saber por qué culpas allí desterrado, pero amable, taciturno, parecía siempre a la espera, quizá preso de uno de esos juramentos que se dicen eternos. Era más pobre que el maestro de escuela, más célibe que un cura y en su materia estaba más verde que un número de la benemérita. Tuvo tiempo de echarse la capa al hombro y un código al bolsillo, pero cuando llegó junto al cuerpo, cayó de rodillas, desfallecido, mientras llamaba por su nombre a la desdichada.

 

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