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CARMEN ANDREY MARTIN 

Misma mesa, mismo bar, desde hace treinta años. Amanece, acaban de regar las calles.

Soy abogado. Creía que por vocación, pero últimamente dudo de mi papel. Mi toga raída ya no es impermeable a las condenas por delito, añoro los días en que mi único método de consulta del marco legal o pena aplicable era mi propia memoria y ahora, al leer, las letras se empiezan a pegar unas a otras. Era joven. Soy viejo. ¡Qué pena no poder pedir que se retrotraigan las actuaciones!

Un pájaro detiene el vuelo posándose en mi silla. Capto la señal, quiere el relevo. Apuro el café, dejo unas monedas y me levanto, dispuesto a calzarme la toga de nuevo. Emprendo la marcha hacia el juzgado, con la misma rapidez que derrocha nuestra justicia.

El símil resulta, de repente, verdaderamente alentador. Si ella es imperecedera, ¿por qué voy a estar yo fuera de plazo?

 

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