Animus in aeternum

Rosa María Rubio González 

Hundido y harto de no poder concentrarme en la redacción del recurso de apelación, atendí al ofrecimiento del “profesor”, un cliente absuelto en un delito contra la salud pública. Una joven famélica, con un cartel de drogadicta en la mirada abrió la puerta y se esfumó. De vuelta su desdibujada figura trastabilló y cayó al suelo. Un rojo obsceno tiñó su cabello. Desenredé la bolsita de sus dedos, cerré la puerta con sigilo y huí. Consciente de no poder regresar, ni de ayudarla ya, me atraganté de egoísmo. ¿Estaría viva…? Corrí al almacén, lugar de explotación, humilladero de inmigrantes, y expliqué a trompicones al “profesor”. Desenfundó un móvil táctil y habló con la joven. Estaba bien. Le pidieron disculpas por el susto. Padecía narcolepsia, era algo frecuente. Regresé al despacho abrumado al comprobar cuál era mi carácter, lo intuía quizá, pero experimentarlo firmó sentencia en mi conciencia para la posteridad.

 

 

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