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Gabriel Pérez Martínez · Málaga 

Recuerdo nítidamente esa tarde de calor que se diluyó en un temporal de rayos. Sonó el teléfono. “Soy yo. Estoy detenido. Me acusan de haber asesinado a López Hierro. Tienes que ayudarme”. Hacía más de cinco años que no veía a mi hermano. Sabía que vivía en un edificio derruido con otros indigentes desde que López Hierro lo dejó sin trabajo, escribiendo los primeros renglones de su infortunio. En ese tiempo, mi hermano había repudiado a su familia, por eso me extrañó que me llamara a mí y no a otro abogado. Fui a comisaría. Le llevé un neceser con espuma de afeitar y maquinillas más ropa limpia. Hablamos y acepté su defensa.
En el juicio, varios testigos lo identificaron. “Declaro al encausado, culpable”, sentenció el juez. Un día antes de ingresar en prisión, le hice una visita. No podía permitir que un inocente entrara en mi lugar. Somos gemelos.

 

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