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Francisco Javier García Ballesteros 

Estaba obsesionado y le seguía a todas partes. Era un penalista de blanquecina e inquietante expresión, de mirada desafiante. Un tiburón de juzgado, sin escrúpulos, embutido en un brillante traje negro. Defendía monstruos y conseguía su absolución. Sádicos, psicópatas, neuróticos desequilibrados… Muchos de ellos reconocían, tras la sentencia, que delinquir les había costado un módico precio. Cada vez que aparecía, su fama fagocitaba las esperanzas de los familiares de las víctimas. Destrozaba a la acusación, incapaz de cotejar pruebas o unir piezas de una enrevesada defensa, montada sobre un rompecabezas. Él mismo se erigía, cual torre de Babel, en un locuaz protagonista de un baile argumental dialéctico, laberíntico. Así es como defendió, de forma implacable, al asesino que acabó con mis padres. Hoy, me he presentado en el aniversario del fallecimiento de su mujer. Ha rechazado la llevanza de mi caso, creo que sabe que fui yo quien la mató.

 

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