Un niño menudo con heridas superficiales me conduce entre los escombros hacia una mujer inmóvil con un corte transversal en la pierna. Respira. Mientras se la vendo con mi camiseta, me oriento al niño. Se llama Adel, tiene 8 años. Ha perdido a su padre y a su hermano, pero sigue buscándolos con la mirada mientras le aprieta profundamente la mano a su madre. Le digo que presione fuertemente la pierna antes de irme a por el botiquín. “Ahora vengo”, pero jamás vuelvo. Los militares me reconocen como uno de los abogados que ofrece asistencia jurídica a los detenidos injustamente y protección a los desplazados, hartos de viajar. Me arrastran como ya lo han hecho con mis compañeros, pendientes de juicios sin letrados. Me alejan de Adel que, obligado a gestar la soledad, continúa presionando la herida cuando me ve abandonarlo entre los colores de otra primavera más.