Imagen de perfilMI PRIMERA VEZ

Marta Gil Fernández 

Y allí estaba él, de nuevo, frente a su señoría, esta vez, por haberle robado la cesta de la compra a una señora. Era un tipo musculoso, alto, moreno y con el pelo rapado. Llevaba una camiseta blanca de cuello abierto que dejaba al descubierto su ostentoso tatuaje de la clavícula, el cual, paradójicamente rezaba: “sólo Dios puede juzgarme”.

La arrogancia con la que se desenvolvía en sala me recordó a mi primer cliente. Por aquel entonces, solo el movimiento de las puñetas del juez hacía que todo mi cuerpo estremeciera y, el día del juicio, los nervios me habían jugado una mala pasada. ¡Me había quedado en blanco! Me llevé una tremenda decepción cuando lo condenaron. Mis días como abogado tenían su fecha de caducidad a la vuelta de la esquina, pensé. Y aquí sigo, veinte años después, defendiendo, negociando, luchando, amando mi profesión.

 

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