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Sergio Campos Cacho · Berlín (Alemania) 

Mantuve la calma. Incomprensiblemente, porque ante estos espectáculos de violencia y estupidez humana rijo por mi carácter racial, y me pierdo. Aquella mujer gritaba entre convulsiones y babeaba, rabiosa. La prueba era mi corbata, emperdigonada de salivazos. Le había exigido –pedido humildemente, diría- el pago de diez céntimos de una multa por retraso en la devolución de un libro. Diez céntimos. “¡No hay justicia!”, me berreaba. Pensé inmediatamente que yo no podría aguantarlo y que terminaría por abofetearla o insultarla. Ya me veía hablando con mi abogado, pero éste me decía –yo le oía en mi delirio- que no podía alegar legítima defensa; que, si acaso, podía pedir la baja por burn-out o estrés. Arreciaban sus gritos y sus exigencias. Resoplé como un toro, crispé las manos sobre el mostrador, pero sus palabras me salvaron: “¡Me va a dar un síndrome!” “Síncope, señora” –le dije, relajado: “se dice síncope”.

 

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