Mi condena

JAVIER DE PEDRO PEINADO · LA ALBERCA, MURCIA 

Allí estaba yo, inocente como un cachorro, componiendo un gesto de monaguillo indefenso ante el tribunal que me juzgaba por el homicidio de Salvatierra. Durante el interrogatorio, mi abogada sonreía de manera tranquilizadora. “Todo irá bien”, me decían esos ojos por los que hubiera entregado los míos. Y así fue, porque ella era endiabladamente buena. Al salir, los periodistas vinieron hacia nosotros en masa, moviéndose bajo la lluvia como un banco de sardinas hambrientas de morbo. Me los quité de encima con un par de frases ingeniosas, abrí el paraguas y le ofrecí mi brazo. Ella se apoyó en mi hombro y te juro, muchacho, que el calor de su cuerpo me levantó un par de palmos del suelo. Más tarde, cuando me arrojó sus labios, supe que estaba perdido y que cargaría con todos sus crímenes a cambio de la caricia caliente que escondía la curva de su cuello.

 

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