Ley de Murphy

Sagrario Loinaz Huarte · Aranjuez (Madrid) 

Aquella mañana tenía su primer juicio y carta de presentación; se las prometía felices. La exposición de su alegato, cauto y metódico, empaparía al jurado con una lluvia de indicios suficientes. Se miró al espejo; la camisa de cuello de tortuga blanca hacía juego con la palidez de su cara, reflejo de una noche de insomnio. Tomó el ascensor; un apagón le retuvo durante 30 minutos entre dos pisos, tiempo que aprovechó, con la tenue luz de emergencia, para repasar el caso. Una vez en la calle, su coche no arrancaba; la batería no respondía. Tomó un taxi y, enfrascados en un gran atasco matutino, decidió ir al juzgado a golpe de calcetín, llegando exhausto y con la hora justa. Abrió el maletín para sacar los informes; no había rastro de ellos. —¡Tiene la palabra! —le dijo el juez. El joven abogado perdió el oremus; no dijo oxte ni moxte.

 

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