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FRANCISCO JAVIER SÁNCHEZ MUÑOZ 

Vislumbraba entonces que mis quince minutos de gloria estaban a punto de empezar. Abogado en el primer juicio hereditario en el que el demandante, mi cliente, era un perro. Un vivo e incansable Beagle contrariado porque su dueño, ese cutre y miserable Mr. Scrooge a quien facilitó a la carrera y con dulce porte, zapatillas y periódico por más de dos lustros, tan solo le había dejado la vieja caseta que -por cierto- ya tenía para sí como suya.
Sorteé casi todos los problemas: que si la falta de litisconsorcio canino necesario por no haber demandado a toda la camada humana; que si el Juzgado competente era el de Zorita de los Canes; e incluso su altiva condescendencia por mi acento, acusadamente de Golden Retriever, que decía le causaba hilaridad.
Finalmente, pleito perdido e impagados mis honorarios por tan racional animal, solo pude embargarle su legado.

 

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