La aprendiz
Borja SánchezNi siquiera debajo de la mesa de su despacho encontraba la intimidad necesaria para ahuyentar sus miedos. Su maquillaje impoluto, su ropa elegante y su sonrisa postiza no eran más que telones de un viejo teatro en función permanente. Hasta que leyó aquel expediente; testimonios de violencia, odio y traición. Con su alma rasgada en dos, como el velo del templo de Salomón, lloró. Lloró como una niña que al aprender a caminar tropieza y se magulla las rodillas.
Llegaron más carpetas con expedientes pero para entonces ya había aprendido a andar, y los tropiezos eran menos dolorosos.