Ironía añeja

Lourdes Miguel Sáez · Ávila 

Aquél miércoles dejé la toga en el despacho y visité al abuelo. A pesar de su edad avanzada, su rostro rejuvenecía cuando me veía llegar. Ese día sus primeras palabras fueron: “¿Sobre qué peleaste hoy, hijo?” Me hizo gracia su expresión y le respondí: “Sobre mal…, ¡déjalo abuelo, un tema complicado que no vas a entender!”. Yo era un joven recién licenciado, que de la mano de mi mentor, parecía comerme el mundo. Dudaba que mi abuelo supiera qué era la malversación de fondos y no quería dejarlo en evidencia. Pero entendía la curiosidad y el morbo que despertaba una profesión como la mía. Con su habitual sonrisa tierna y picarona, hizo ademán de cambiar de tema y preguntó: “¿Consideras proporcionada la multa impuesta a los del Caso Malaya?” Aunque la respuesta entraba dentro de mi jurisdicción, las conclusiones de mi abuelo disiparon el espectro de mi aparente pericia.

 

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