Imagen de perfilEl niño que quiso ser Atticus Finch

David Villar Cembellín 

La lectura tuvo la culpa. Durante la infancia no tuve otro patio de recreo que la biblioteca: los libros eran mis columpios, sus páginas mi tobogán. Todos mis amigos eran piratas, detectives o mosqueteros. Con Sandokan encontraba el valor que me faltaba, con Sherlock Holmes la flemática educación inglesa que más tarde intentaría ensayar. Leer no era un pasatiempo para mí, suponía un acto inaplazable. Y entonces llegué a ese libro: “Matar a un ruiseñor”, de Harper Lee. ¡Atticus Finch se convirtió en mi héroe favorito! No tenía pistola ni sabía manejar la espada, ¡pero madre mía qué valentía la suya! Qué manera de defender al débil y cuánta nobleza. La equidad era su bandera, todas sus armas las palabras bien elegidas. ¡Palabras! ¡Yo que era un niño enamorado de las palabras! Supongo que fue algo innovador, incluso una sorpresa, que no eligiera Filología Hispánica. «Mamá, quiero estudiar Derecho», anuncié.

 

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