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Gabriel Pérez Martínez 

Asistir a un juicio y ver cómo le caen diez años al encausado por un delito que conlleva, como mucho, dos, nunca es agradable; y menos, si eres su abogado. Mi defensa había sido nefasta, me sentí vulnerable y quise dejar la profesión. Recurrí a especialistas en orientación vocacional y siempre escuché la misma retahíla: “Tienes aptitudes como letrado. Queremos ser tus beneficiarios”. Pasaron unos meses cuando, desde los calabozos de comisaría, me llamó un tipo recién salido de prisión. Su compañero de celda hasta ayer, aquel pobre infeliz con el que metí la pata, le había aconsejado que se pusiera en contacto conmigo. Encima, se trataba de un delito similar, así que tenía la oportunidad de resarcirme. Llegó el juicio y logré su absolución. Emocionado, me dispuse a felicitarlo. A moco tendido me confesó que la idea era volver a la cárcel para estar juntos esos diez años.

 

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